En la selección del New York Times que El País ofrece los jueves, he visto un artículo sobre algunas recientes investigaciones lingüístico-fisiológicas en las que se ha comprobado que las personas (con cables electrodérmicos en los brazos y en las yemas de los dedos) dan muestras de alteración instantánea al oír palabrotas y obscenidades: “sus patrones de conducta cutánea aumentan, se les eriza el vello, se les acelera el pulso y la respiración es superficial”. Lo curioso y hoy en día lo grave es que al parecer se da una reacción similar entre los estudiantes universitarios que se enorgullecen de ser cultos, cuando escuchan un error gramatical o expresiones que consideran irritantes o analfabetas. Unos y otros pierden los estribos, por suerte momentáneamente. Pues bien, compadezco a cuantos hoy, en España, conservan un mínimo sentido de la lengua y no carecen de los conocimientos más elementales, porque irán de sobresalto en susto, diariamente. Y no sé hasta qué punto seguirán en sus cabales los sufridos correctores de las editoriales y de prensa (los competentes, claro), que se pasarán sus jornadas al borde del síncope. La suya es sin duda una profesión de riesgo, y debería estar mucho mejor pagada. De hecho perciben verdaderas miserias.
Hace unas semanas se escandalizó el país al conocerse los resultados de un examen sorpresa, en Madrid, a alumnos de entre once y doce años. La mitad de ellos no supo responder a la pregunta “¿En qué año murió Julio Verne si murió hace cien años?”, ni decir qué océano hay entre Europa y América, ni acertar el continente en que se encuentran Italia, Marruecos, Ecuador y China. Todo muy alarmante, en efecto, pero me temo que lo sería aún más si se les hiciera un examen proporcional a profesores, pedagogos, escritores, traductores, editores, periodistas, políticos y locutores, que son los principales administradores y distribuidores de la lengua escrita y hablada y
de las nociones generales. Porque demasiados de ellos no saben nada de nada. Es ya frecuentísimo encontrarse, en libros o en diarios, con que quien ha traducido o redactado ignora quién fue Calvino, al que se llama “John Calvin” al proceder del inglés la información de origen; o que “Burma” no es sino lo que en español se llamó Birmania, o “Nijmegen” Nimega, o “Köln” Colonia; que “San Giovanni” es San Juan en italiano, que el yelmo de Mambrino está en el Quijote y no puede ser vertido del francés, como “el casco de Mambrin”, o incluso que un “stained horse” no suele ser un caballo “manchado”, sino pinto. En estos casos y hay centenares, no es sólo que se traduzca mal, sino que hay una falta de cultura básica que ya da miedo. No digamos cuando aparecen referencias bíblicas o de la mitología griega o romana: he visto hablar del “dios Mars”, en lugar de Marte, o de “la ciudad de Bethlehem”, que no es otra que la de Belén, Jesús Santo.
Y de la lengua, qué decir. Desde que escribí mi anterior artículo sobre estas cuestiones (“Productos podridos”, hace siete meses y medio), mis ojos han caído sobre el verbo “remover” cien veces (en su exclusivo sentido inglés de derrocar o destituir o quitar), o sobre frases del tipo “En Nueva Orleans todos los intrusos serán disparados”, que obligan a preguntarse si allí habrá suficientes cañones para lanzar por los aires a tanta gente. He visto traducir “hacerse el amor a uno mismo” (una forma cursi de referirse a la masturbación) como “tener amor propio”. He leído que “encontramos un cadáver bañándose en su propia sangre”, cadáver peculiar, a fe mía, dotado de movimiento y dado a raras costumbres; que “las puertas se habían cerrado de par en par”, que “le propició una serie de bofetadas” (varias veces en el mismo texto), que “profundas arrugas le araban la frente”, y que “cuando ella le dio el sí, él la esposó”, esto es, le puso unas esposas, quizá para que ella ya no se le escapase. He sentido sacudidas que habrían quemado los cables electrodérmicos al leer cosas como “todos estaban al pendiente de lo que se decía”, o “ella sostenía sus ojos abiertos”, o “mantuvimos la oreja en el suelo y los ojos pelados” (?), o “este sitio no me gusta un comino”, o “sólo de verte me frunzo todo”, o “le vio dar un manotazo con el puño cerrado” (?!), o (en un novelista alabado) “se abrió paso entre la muchedumbre como Moisés en el Mar Muerto”. Y no es nada raro toparse con frases como la siguiente, que hablaba de un entierro: “restan cuatro indicios por observar el acumulamiento de tierra negra y los brillos ocasionales de la montañita que se encuentra a un lado del hogar de un cuerpo envuelto por una mortaja sucia”. ¿Mande?
De tarde en tarde se hacen pánfilas campañas para fomentar la lectura. Pero a estas alturas lo primero que tendrían que conseguir los escritores, traductores, editores, periodistas, propietarios de diarios y demás responsables es que leer deje de ser lo que ya es en España desde hace tiempo: un frecuente suplicio que destroza los nervios.
JAVIER MARÍAS (El País Semanal, 30 de octubre de 2005)
Link: www.javiermarias.es/2005/10/la-zona-fantasma-30-de-octubre-de-2005.html
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